Ser pobre en República Dominicana
Ser pobre, eso parece una expresión épica de alguna poesía. Pobre. Pobre se hace la imaginación del ciudadano promedio que no ha experimentado jamás la pobreza en su máxima connotación.
La gente pobre en demasía, no solo vive en África, Haití o en regiones rurales de América Latina. En Estados Unidos casi 50 millones de personas dependen de los beneficios del gobierno para la alimentación básica lo que se traduce como un 15% de su población, para un aumento drástico en los últimos 5 años. Pese a ello las cifras de los Estados Unidos son muy mínimas si se comparan con el 42,2% registrado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) para 2012.
Entonces ¿nos convencemos? Insistimos, en que la pobreza no es un mito, porque para quienes son considerados “clase media”, levantarse y no tener los 5 o 10 pesos de un pan no es algo que pase a menudo. Pero hay en nuestro país un número no figurado de personas que viven en extremas condiciones de pobreza, sobre todo en zonas rurales.
No hablamos únicamente de alimentos, porque parte de nuestra tradición es que “un plato de comida se lo da cualquiera”, sino de otras necesidades básicas como una vivienda, vestimenta, agua potable, acceso a salud y educación, ni hablar, es un lujo para muchos. Sí, en nuestro país pasa eso, en este país que va rumbo al progreso indetenible, en este país de ciudades modernas.
Aquí vive gente como Alma y Casilda, madre e hija, que pese a tener una casa propia en un “campito” no disponen de los recursos necesarios para proveerse una alimentación digna. Casilda tiene 76 años, a esa edad, cuida niños en su barrio a cambio de unos “cuantos pesitos” para comprar el carbón para el anafe. Su hija Alma de 29 tiene problemas mentales y aun así se dedica a ayudar a las vecinas con sus quehaceres para ganar algo de dinero. Lo que ambas reúnen les permite comprar como mucho, plátanos, huevos y aceite; tal vez un día a la semana pueden probar algo de carne, otras veces el repollo y el arroz es un manjar exquisito sobre su mesa.
Y su caso no es extremo. Hay quienes viven en pisos de tierra, hacinados en casuchas de madera destartalada, obligados a sostenerse con “la comida de las 12” y la cena y el desayuno son a veces casuales. Vestidos de la caridad del pueblo y asechados por las crecientes de los ríos cercanos.
Hay pobres en nuestro país, no queramos ocultarlo. Hay gente que no puede siquiera acudir al médico porque el hospital más cercano está demasiado lejos como para poder cubrir el transporte. Y nosotros como país, que nos adentramos a zancadas en el sendero de la era globalizada de la información, ignoramos que hay ciudadanos sin nombre, sin documentación alguna, sin comunicación telefónica ni mucho menos de internet. Ignoramos que hay gente que no aparece en los padrones electorales, que no existe como ciudadano, que no recibe ninguna gratificación de parte del gobierno.
No se trata solo de alimento, porque así como Alma y Casilda se las ingenian, otros también consiguen el pan de cada día, se trata de una vida digna, de una pertenencia social, de no ser marginados por una condición que no escogieron, porque “nadie quiere ser pobre”.